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Espejos de Príncipes. Lecciones de Bagehot para monarcas de ayer y de hoy

Felipe VI junto a Isabel II, camino a Buckingham Palace
Felipe VI junto a Isabel II, camino a Buckingham Palace

HISTORIA DE UN PRESTIGIO

Diversos países restauraron su monarquía a lo largo del siglo xx; Albania, más audaz, prefirió inventársela. En agosto de 1923, un vespertino de Londres llevaba la noticia en su portada: «Se busca rey: de preferencia, un caballero inglés». Tal y como se esforzaba en demostrar el periódico, el anuncio no era broma: las gentes de aquel «país romántico y pintoresco de los Balcanes» manifestaban el «deseo ardiente» de ser regidos por un country gentleman a la altura del cliché. El gobierno albanés iba a recibir setenta peticiones. Por supuesto, aquella aventura monárquica terminaría por conocer no pocas derivadas infelices, pero todavía nos ilustra sobre la reputación de la corona británica. Una nombradía que se ve refrendada al considerar el momento del anuncio: entre 1910 y 1936, el reinado de Jorge V asistió a la caída de cinco emperadores, ocho reyes y dieciocho dinastías. Mientras, el palacio de Buckingham se mantenía —business as usual— firme en su auctoritas.

Al abordar el prestigio sólido y extenso de la corona británica, es fácil la tentación de atribuirlo a la otredad insular: al fin y al cabo, Inglaterra ha tenido reyes de origen normando, francés, escocés, galés, holandés o alemán, e incluso alguno hubo que apenas hablaba la lengua del país. También puede pensarse que el arraigo vital de la corona en las islas fue —en honor a la tradición local— lección de la experiencia de la pesadilla cromwelliana. Young, por su parte, alude a otro rasgo que se escapa a «los estudiosos de la filosofía política»: «el afecto». Y si la corona ha tenido sus príncipes pródigos y sus reyes crapulosos, del mismo modo ha conocido comportamientos ejemplares que sustentaron su «fuerza moral». Es asimismo indudable que los complicados ceremoniales de la monarquía fijaron —en tiempos más litúrgicos que estos— la atención de la opinión pública e inspiraron veneración en el común de las gentes. Tampoco estará de más recordar que los enemigos del trono inglés —del káiser Guillermo a Napoleón— han sido, con frecuencia, sus mejores propagandistas. Con mayor profundidad, podemos volver a cierto sentido originario de la monarquía según lo cuenta Scruton: un «trabajo de la imaginación para representar en el aquí y ahora todas esas misteriosas ideas de autoridad y derechos de la historia sin los cuales ningún lugar de la tierra puede llamarse hogar». Y, naturalmente, el vínculo monárquico participa de la experiencia y la inercia de los siglos: junto a Dinamarca y España —como recordaba don Antonio Fontán—, no hay realeza más antigua que la inglesa para dar fe de la permanencia y unidad de la nación. Todos estos pilares sostuvieron el magno aparato de la corona británica. Y lo hicieron con tanta solidez que, en su mayor test de estrés —la renuncia de Eduardo VIII, meses después del deceso de Jorge V—, la maquinaria institucional respondió con la paz y entereza de un automatismo.

La historia no es lineal. Ningún futuro está escrito. ¿Quién iba a augurar tantos éxitos a ese reino excéntrico, a ese «fragmento inútil de terreno» que, según nuestro Salas y Quiroga, «hubiera sobrado de la formación de Europa»? Como con tantas cosas del acervo inglés, sin embargo, el continente siempre se preguntó por el secreto de la estabilidad británica, por la paz institucional de unas islas que Barzini asemejó a «un lago plácido». Había razones para el estupor. En solo dos siglos, Alemania ha conocido la monarquía, la república, el Reich, la partición en dos países de regímenes antagónicos y, por último, el modelo federal. Francia, Italia y España —apenas hace falta recordarlo— no han ido a la zaga en el tumulto. Y, mientras tanto, Inglaterra ha vivido sin un solo amago revolucionario desde el siglo xvii, sin una sola deposición violenta en su Jefatura del Estado.

No, la historia no es lineal, pero las ideas tienen consecuencias. Voltaire fue de los primeros continentales en entrever ese secreto inglés y reconducirlo a la sabiduría política: Inglaterra, para el filósofo, era la única nación que había logrado controlar el poder de los reyes y asentar un modo de gobierno «en el que el príncipe, todopoderoso para el bien, tiene las manos atadas para el mal». He ahí, in nuce, la política como «invento de los griegos adaptado por Albión a las exigencias del mundo moderno»: en concreto, un genio plasmado en los equilibrios, frenos y contrapesos de una monarquía primero constitucional y después ya —en nuestra concepción— puramente parlamentaria.

Walter BAGEHOT

No es esta una idea ajena a la experiencia política y filosófica de Francia, ciertamente. Sin embargo, en la «flambée» decimonónica de la anglofilia iba a ser producto de exportación británica como los diarios de Fleet Street o los cortes sartoriales de Savile Row: prueba de su éxito es que siga rigiendo en todo lo que va de Noruega al Japón. La misma monarquía española ha tenido —en la Restauración y en la Transición— sus dos momentos británicos. Por supuesto, las instituciones ni operan in vitro ni se trasplantan con facilidad, y cada país iba a modularlas según su propia historia. Pero la elasticidad y la amplitud del juego institucional británico, criatura de la experiencia y la historia y no del designio abstracto, iba —quizá por esa misma incardinación en lo real— a viajar singularmente bien. Y todavía hoy, las monarquías parlamentarias del mundo no dejan de rendir su homenaje, aguas arriba, a quien mejor supo darles empaque teórico: Walter Bagehot, el más eminente —según el célebre Portrait of an age— de los victorianos eminentes. Su tratado sobre La Constitución inglesa —1867— ha sido leído y subrayado por todo rey inglés de finales del xixa nuestros días. Y su relectura, a la luz de monarquías como la inglesa y la española, siempre aporta inspiración.

«LA LUZ POR ENCIMA DE LA POLÍTICA»

En nuestro retorno a Bagehot ayuda considerar que su volumen tiene más que ver con «una charla amena» que con una dura recopilación codicológica al modo gálico. También leemos The English Constitution como hechura de su época, precisamente porque Bagehot asume el sistema político inglés, según dijo lord Simonds de su ley, como «el producto de mil años de crecimiento». En vano, pues, fatigaremos el libro en busca de declaraciones programáticas o formulaciones constructivistas: en su explicación del taraceado institucional del país, Bagehot describe las instituciones inglesas como algo vivo, orgánico, sometido al contraste empírico, efecto de larga sedimentación. Por eso, en el alzado de La Constitución inglesa se halla inscrito el friso completo de la historia vernácula, de la jura de Guillermo el Conquistador al Bill of Rights, de la Revolución Gloriosa a la ardua libertad de los Comunes o esa Magna Charta que confirmó al soberano como criatura del derecho y no como su creador. Jorge I comienza a saltarse los consejos de ministros; Jorge II se queja de que esos mismos ministros son los verdaderos reyes del país; Palmerston impulsa el necesario refrendo de la acción real. Es un camino largo, no siempre pacífico, hasta que Macaulay, el historiador de la ortodoxia nacional whig, puede escribir que «el príncipe reina y no gobierna». En el trayecto, la corona ha pasado de magistratura de poder a magistratura de influencia. El derecho de nombramiento del Ejecutivo se ha ido transfiriendo del soberano al Parlamento y —tras la Reforma de 1832— a los partidos políticos. Por fin, la monarquía deja de ser otro núcleo de poder independiente y se convierte —como expresa Bagehot con belleza— en «la luz por encima de la política».

¿Qué le queda al monarca parlamentario de su alta posición? La dignidad y la operatividad del símbolo, como un remanente de su remoto origen heroico y divinal inscrito —Pendás lo califica de «milagro jurídico-político»— en un Estado moderno. Bagehot condensa las funciones, hoy clásicas, de la corona constitucional: «ser consultada, exhortar y prevenir». Con su poder moderador y arbitral, afirma Bagehot, «un rey con gran sensatez y sagacidad» debiera darse por plenamente satisfecho. Y, en efecto, la monarquía parlamentaria ofrece al soberano unos puntos de partida que, negociados con inteligencia, pueden reforzar su auctoritas de modo indudable, sumando con raro tino y perfección «el sentimiento de la monarquía heroica» y «el refinamiento de la Constitución».

Huérfana de potestad, la corona solo puede ver reconocida su autoridad mediante el mantenimiento de su neutralidad. Para que su condición de símbolo sea efectiva, el monarca «no debe entrar en los combates de la política, o dejará de tener la reverencia del resto de combatientes». Por el mismo motivo, tampoco aceptará partidos u hombres del rey. Esa misma independencia avala su superioridad sobre la política: si la contienda ideológica afecta a todos los partidos, el monarca demuestra que hay zonas del Estado sustraídas a las divisorias partidistas. «La nación», dice Bagehot, «tiene dos partidos, pero la corona no es de ninguno», lo que constituye la única manera que tiene de ser de todas las gentes, sean del color que sean. Por eso, el rey no puede ni entrar ni dejarse arrastrar a la lucha ideológica del día a día; de hacerlo, perderá la veneración de todos, al ser considerado no más que otro de los combatientes por una causa particular.

Situar al rey por encima de la controversia de la agenda política ha tenido otras secuelas positivas. De estar abierta a competición la primera magistratura del Estado, todo se contaminaría de las ambiciones del carrerismo de la política, que quizá terminara por situar en la cúspide institucional a una figura con un parti pris previo inhabilitante para reflejar la pluralidad de los nacionales del país. Su carácter excéntrico a la refriega política da fe, además, de uno de sus caracteres: ser quien vela por la continuidad de la comunidad, sin representar los intereses coyunturales del momento.

Bagehot sabía que cualquier institución no deja de ser «una planta de singular debilidad». Maestro absoluto del equilibrio —ese principio rector del institucionalismo inglés—, el sabio victoriano recomendará al rey «una bien considerada inacción» en sus relaciones con el poder ejecutivo. Ese sacrificio, esa renuncia a las prerrogativas, está entre los valores añadidos que su institución presta al Estado. Y quizá a este respecto no está de más recordar, como hace Bogdanor, que el republicanismo es lo que suele venir tras una monarquía que —por conflicto o impermeabilidad al cambio— se ha vuelto insostenible.

La propia permanencia de la institución, con su correspondiente carga de intuiciones y conocimientos heredados, le aporta al monarca, en principio, una sabiduría y una visión a largo término que no tiene un primer ministro destinado a durar, a lo sumo, unos pocos años en el cargo. Y la fuerza de esa experiencia, «que hace instinto», le facilitará el trabajo, en sus habituales despachos, al líder del Ejecutivo. Esas consultas entre rey y jefe del Gobierno son positivas para el político: Major, por citar a un premier, las definió como su «terapia semanal». Ante el titular de la corona, parafraseando a Johnson, el gobernante no puede utilizar su argumentario parlamentario al uso. Y purgará su hybris al explicar el uso de su poder —dice Bogdanor— ante quien no lo tiene. He ahí la corona, de nuevo, como quería Bagehot, en calidad de fuerza de moderación.

S.M. el Rey durante su intervención en la Cámara de los Comunes

El gran victoriano distingue, famosamente, los dos ámbitos en que opera el poder político: el ámbito de lo efectivo —la Casa de los Comunes, por ejemplo— y el ámbito de lo simbólico, que con sus liturgias y su entronque inteligible con la historia, con la experiencia de la comunidad nacional, no hace sino dar brillo y seducción a los organismos efectivos. En ese ámbito de lo simbólico opera la monarquía. Y es ahí donde resulta «inteligible» a ojos del pueblo.

No hacen falta, en efecto, esfuerzos de abstracción para comprender la figura del rey: los reyes «introducen hechos irrelevantes» —ceremonias, honores, inauguraciones— «en el negocio del Gobierno, pero son hechos que hablan a las entrañas del hombre». La monarquía «endulza la política con la justa adición de acontecimientos hermosos»: véase ahí la razón por la cual el nacimiento del bebé de los duques de Cambridge copa las portadas y un cambio en la ley de pesca no. Uno de esos «acontecimientos hermosos» de la realeza es el propio carácter familiar de la institución, «que lleva el orgullo de la soberanía al nivel de la vida diaria». Como si acabara de leer la prensa del corazón, Bagehot —quizá poco correcto para nuestros estándares— afirma que a las mujeres siempre les preocupará más un matrimonio que un ministerio. En nuestros días, un royal pragmático ha definido esta llegada popular como «el negocio de la felicidad».

Para cortejar el afecto del pueblo, la monarquía también debe mantener íntegra su aura de leyenda: «no debemos dejar que la luz del día se pose sobre la magia». A fin de ganarse el corazón de los suyos, el monarca constitucional tiene no pocas cartas: ante todo, que la corona puede mantenerse, según la conveniencia, «escondida como un misterio» o bien puede «pasearse como en un desfile». Conviene, desde luego, «no tocarla» demasiado, porque si no se rompería ese «encantamiento místico» que ejerce sobre todo el que la mira, de cerca o de lejos. Para Bagehot, ese misterio es su misma vida, porque si no hay secreto, no hay reverencia. La intangibilidad asegura su prestigio.

Quizá por sus amplios márgenes, por la convivencia de líneas rojas con zonas de ambigüedad, la soltura del sistema le ha permitido pervivir, además de con acogida popular, con éxito político. En este ámbito, la monarquía parlamentaria inglesa ha sido capaz de asumir lo mismo el activismo político de la reina Victoria que la pulcritud de una Isabel II que permaneció en Windsor mientras conservadores y liberales tramaban su alianza en Londres. Al final, esa superioridad sobre la política partidista no ha hecho sino reforzar el «haz misterioso» que, según Churchill, une a la corona con su pueblo y que bien podemos traducir por confianza. Es la vieja «trust» que cifró sus relaciones en tiempos medievales y que, convenientemente actualizada, sometida y bendecida por la ley, sigue viva hasta nuestros días.

LA MAYORÍA MODERADA

En el siglo xix, la identificación de la monarquía parlamentaria con la prosperidad del liberalismo hizo no poco para asimilarla a una noción de progreso. A la inversa, la ejemplaridad de las instituciones inglesas en la Segunda Guerra Mundial representó —según John Lukacs— unos valores y libertades antiguas frente a la feroz modernidad de los totalitarismos. Es la corona como nudo del hoy y del ayer. En realidad, no hace falta irse muy lejos para comprobar la vigencia de ese paradigma: la propia España constitucional demuestra que la monarquía es una pervivencia pero dista de ser un anacronismo. Del mismo modo que la corona entronca visiblemente con la historia común, la democracia, la modernidad y la apertura de España son —fuera y dentro del país— difíciles de entender sin la corona, en lo que es una narrativa aceptada incluso en tiempos de desafección. Aquí se asienta el arraigo espontáneo de una tradición, sin duda. Pero a Bagehot le interesaría menos por la genealogía o la filosofía de la historia que —británico al cabo— por el valor «incalculable» que puede representar para el Estado un «digno uso» de la corona.

Proclamación del Rey ante la Cortes

Algo de ese «digno uso» hubo en la misma proclamación de Felipe VI: en un país con una historia convulsa en la sucesión en la Jefatura del Estado, la normalidad de la transmisión de la corona, en apenas unas semanas, fue una noticia a la vez de trascendencia histórica y muy adecuada a un presente de descrédito para las instituciones. Sin duda, la pompa tan medida de aquel día en poco puede compararse con el magno ritual, trufado de interpolaciones victorianas y eduardianas, de una coronación británica. Sin embargo, fue un gesto del canon bagehotiano: si el autor cita la opinión de que «hay argumentos para una república y argumentos para una corte fastuosa, pero no hay ningún argumento para una corte mezquina», no deja de rebatir dicha opinión al afirmar que la monarquía «no puede dar dignidad a la carrera del gasto». Aquel día, en efecto, tocó pasear la corona «como en un desfile», pero sin exceder la cuota de oropel, de «magia» bagehotiana, tolerable en una sociedad erosionada por la crisis y de suspicacia creciente hacia el gasto institucional. A este respecto, pensemos que la corona más cara, la británica, tuvo que quedarse sin su mítico yate Britannia: ni el contribuyente iba a pagarlo, ni era estético que lo sufragaran las empresas, ni resultaba edificante semejante desembolso del peculio de la reina.

La mezcla de sobriedad y de esplendor de la proclamación fue una política «inteligible» para esa mayoría moderada de la nación que sustenta a una monarquía que a su vez se apoya y busca identificarse, precisamente, con el «juste milieu» de la nación. Será en esos equilibrios en los que ha de moverse el nuevo monarca en un tiempo de apoyos más condicionados. Uno de esas precauciones alude al escrutinio público y la ejemplaridad personal. En la sociedad hipermediática no es posible mantener la corona «escondida como un misterio». A la boda de Jorge V asistieron cien personas; a Carlos y Diana, solo en las calles, los aclamaron seiscientos mil. En el momento actual, la «esclavitud precisa» que lleva consigo la corona, según Felipe II, exige recordar el veredicto del influyente príncipe Alberto de los tiempos victorianos: «la exaltación de la realeza solo es posible a través del carácter personal del soberano». Ahí, la continua apelación de Felipe VI al «deber», al trabajo y al compromiso en su discurso de proclamación también fue un programa inteligible ante un desapego con la suficiente permanencia en el tiempo como para no ser coyuntural. La corona no puede ser un «poste augusto». Lejos quedan los tiempos en que un Eduardo VIII podía devolver los papeles oficiales con el cerco de un vaso de whisky.

En nuestros días, como cita el Bagehot redivivo de Bogdanor, hay una «erosión continuada de la monarquía mágica por los aspectos más prácticos». Signa temporum. Ahí cuenta el actual rey con una formación que —en contacto con los grandes talentos del país— le ha situado en la mejor posición para realizar las labores que, a falta de «encantamiento místico», más han incrementado el prestigio y reafirmado la importancia de las monarquías en el último siglo y medio: la apertura a los proyectos de la sociedad civil. Lo hizo ya en calidad de príncipe, consciente de que «la cabeza de la nación no puede ya acogerse a su lejanía para sostener su mística». Se trata de apoyar a esa sociedad civil que no es sino la expresión de vínculos ciudadanos fuera del marco del Estado, dando voz a grupos, iniciativas y necesidades que rara vez resultan una prioridad para la política. Esas acciones de la corona se revelan, además, particularmente elocuentes y necesarias en una sociedad cada vez con menos vínculos. Al tiempo, son actitudes que afianzan a la monarquía como fuerza de dinamismo para el futuro y subrayan su contribución genuina al bienestar. Así se la ha llamado: «monarquía del bienestar», a sabiendas de que ahí radica el modo más práctico, más «inteligible», de hacer llegar su mensaje.

No habrá que soslayar, sin embargo, en ningún caso, ese «temor reverencial» que incluso un hombre de mundo como Harold Nicolson podía sentir ante un monarca. Esa cercanía es algo que la corona británica cultiva con profusión y que —suspendidas las audiencias tumultuosas en palacio— quizá cultiva ya menos la corona española. Como sea, alguna utilidad evidente, en términos de intelección popular, tienen las garden parties que reclutan cada año a miles y miles de representantes de la sociedad civil lo mismo en Londres que en Edimburgo. Para tantas buenas gentes —voluntarios, emprendedores, artistas— no deja de ser un reconocimiento. Y de que los británicos han tomado en serio esta apertura dan testimonio los datos de la bbc: la reina y los trece miembros de la familia real se exponen en público una media de cuatro mil veces al año. Si la opinión pública británica es promonárquica, hay que alimentar el sentimiento. También entre las élites de las que emana la influencia: al constatar la pérdida de apoyos entre las élites creativas del país, cabe imaginar que las sesiones de cena y pernocta de los reyes con notables de la vida nacional en Windsor no se debían a las ganas de mantener un cinefórum, sino al deseo de fortalecer una opinión pública monárquica.

Queda visto que la corona, como expresó Cánovas, no puede estar tan alta que se pierda entre las nubes. Hoy existe más bien la tentación de inundarla en la salsa rosa de la prensa del corazón. Las polémicas entre reyes y medios parecen cosa de la cultura de la celebridad, pero ya Jorge IV clamaba contra las «gacetillas inmundas» y, en un movimiento inteligente, la corona puso en circulación el Court Circular para evitar que otros informaran por ella. La citada cultura de la celebridad no puede controlarse: en cambio, sí se puede mantener «la capacidad de arrastrar a las masas» que aún conserva la monarquía, el valor incalculable de las gentes reunidas en una plaza a piropear a la reina. Con la premisa fundamental, a largo plazo, de la evitación de los errores —aquellos «galgos y podencos» siempre hará falta sang froid y buenos protocolos de gestión de crisis. Importan más los gestos que los discursos, y el equilibrio ahí estará en evitar —como ya advirtió Attenborough ante el rodaje de un documental sobre la casa real británica— la trivialización. En cuanto a lo demás, todo esfuerzo de transparencia evitará disgustos, pero una vez se ha sacado a la reina madre permanentemente caricaturizada con una botella de ginebra, no cabe esperar miramiento ninguno.

No serán pocas las veces en que Felipe VI vea cómo unos quieren apropiarse de sus silencios o encausarlos. Es algo que hemos visto, y no poco, con su antecesor. Ahí será bueno recordar cómo —y más en tiempos de gran partisanismo— la neutralidad activa y el no alineamiento partidista es el «argumento fundamental» para mantener la institución monárquica. Como dice Valentí Puig, «los rifirrafes quedan para los políticos y al monarca le corresponde dosificar sus mensajes». No le corresponde —no es su competencia— impulsar ningún cambio, pero su existencia y su actividad pueden ayudar a la reforma al erigirse como eje de continuidad y un pivote institucional seguro. Por eso, si los Gobiernos —con el allure tan efectivo de la presencia internacional de la corona, por ejemplo— son los primeros en saber de las ventajas de la institución, un Gobierno reformista puede necesitarla aún más. Del mismo modo, si es oportuno que tanto los hablantes como no hablantes de lenguas cooficiales escuchen al monarca con fluidez y naturalidad en estas lenguas, como asunción normal de la diversidad propia del país, la positivación de la «politerritoriedad» española no es asunto de su incumbencia competencial ni, por mera prudencia, puede ser objeto de sus tentaciones. La independencia, objetividad y permanencia de las funciones del monarca asientan su legitimidad sobre la Constitución vigente.

Felipe VI junto a Isabel II, camino a Buckingham Palace, en su Visita de Estado al Reino Unido

La corona española se puede mirar perfectamente en el espejo de la del Reino Unido pues solamente ellas comparten una semejante tradición en el tiempo, afirma Tom Burns. En esa historia mezclada ha habido de todo, tiempos de romance y también de larga enemistad, como subsisten grandes diferencias y grandes similitudes. No había muchas esperanzas puestas en Victoria al comienzo de su reinado. Incluso, hacia 1870, el republicanismo en boga amenazaba a medio plazo a la institución. Nadie podía haber previsto la popularidad posterior, tan justamente ganada, de la monarca. Son cosas que han pasado siempre, también con un Juan Carlos que parecía destinado a ser «el breve». En 1997, tras la mala gestión comunicativa del accidente de Diana de Gales, cierto respetado experto en demoscopia afirmó, con un dramatismo infrecuente en su oficio, que la monarquía inglesa estaba «al borde del abismo». Apenas unos años después, la gestión de la comunicación de la muerte de la reina madre mereció estudios por su acierto. Habían cambiado algunas cosas, otras se habían profesionalizado y modernizado. Años después, en el jubileo de Isabel II, la corona iba a conseguir magníficas cotas de afecto y adhesión.

No empieza Felipe VI a reinar en tiempos fáciles: un rey constitucional al que, nada más llegar, se le pide que cambie la Constitución. Al contrario que a los políticos, la familiaridad en el cargo les hace bien, como un paisaje de fondo en nuestras vidas, una presencia familiar. El nuevo monarca comienza su relato con cierta gracia inaugural y a la vez en tiempos de escasa deferencia. No todas las piezas de ese relato —nunca es posible— dependen de él. Incluso es cuestión menor si ese relato es monárquico o felipista. Sí será continuación, inevitablemente, del gran relato del reinado de Juan Carlos I. No es fácil reinar en un país donde, como señaló Gracián, «las provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados, y así como es menester gran capacidad para conservar, así mucha para unir». Con todo, cabe vaticinar que su éxito será el éxito de todos los monarcas: conectar con la mayoría moderada que salvaguarda las instituciones de una nación. Por su adaptación a lo cambiante y arraigo en lo permanente, la corona es la mejor herramienta para lograrlo, aunque nunca está de más tener el Bagehot sobre la mesa del despacho.

Sobre el autor

Ignacio Peyró. Habitual como firma de periodismo literario, opinión política y dos áreas de su especial interés, la literatura y la cocina, ha publicado sus trabajos en los grandes medios españoles. Ha sido director de la edición digital de Nueva Revista, jefe del proyecto de opinión online de The Objective y articulista en diversos medios. En julio de 2017 fue nombrado director del Instituto Cervantes de Londres. Ha publicado Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa (2014), La vista desde aquí. Una conversación con Valentí Puig (2017) y Comimos y bebimos (2018). Traductor y prologuista de obras de Evelyn Waugh, Louis Auchincloss, J. K. Huysmans, Rudyard Kipling, Valle-Inclán o Augusto Assía, entre otros. Fue galardonado con el Premio FIES de Periodismo en su XXIX edición.

Este artículo fue publicado en Nueva Revista el 27 de noviembre del 2014: https://www.nuevarevista.net/revista-ideas/espejo-de-principes-lecciones-de-bagehot-para-monarcas-de-ayer-y-de-hoy/