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El año del Rey

***EMBARGADA HASTA LAS 21:00H DEL 24-12-2020*** GRAF4205. MADRID, 24/12/2020.- El Rey Felipe VI pronuncia su tradicional discurso de Nochebuena, desde el Palacio de La Zarzuela. EFE/Ballesteros/pool
***EMBARGADA HASTA LAS 21:00H DEL 24-12-2020*** GRAF4205. MADRID, 24/12/2020.- El Rey Felipe VI pronuncia su tradicional discurso de Nochebuena, desde el Palacio de La Zarzuela. EFE/Ballesteros/pool

Mucho se ha hablado del discurso que Felipe VI pronunció la pasada Nochebuena. Se ha dicho que era el momento de­cisivo de su reinado. Un hito que marcaba un antes y un después que determinaría la continuidad de nuestra monarquía. Algo, en mi opinión, excesivo debido a la escasa performatividad que revisten los discursos políticos en nuestro país. No solo por el gran distanciamiento que existe en la opinión pública entre la acción y el pensamiento, sino porque, a diferencia de lo que pensaba Arendt en Verdad y política , en nuestro país, que es el de Cervantes, se impone una enorme capacidad para conectar imágenes que rápidamente son codificadas en el inconsciente colectivo. Esto desplaza la palabra a un segundo plano. La consecuencia práctica es que las estrategias de comunicación basadas en compromisos discursivos no tienen fuerza frente a las acciones y los hechos, que adquieren una gran plasticidad narrativa debido a su desnudez.

Con todo, las reacciones críticas al discurso regio son una advertencia. Registran un reproche colectivo que trasciende a la política y permea con distintas intensidades al conjunto de la opinión pública. Lo grave es que algunas críticas comprometen al Gobierno de la nación. No solo porque surgen de partidos que res­paldan la mayoría parlamentaria que lo sustenta ­sino porque nacen del propio Gobierno de coalición. Concretamente de su socio minoritario, Unidas Podemos, que ha reiterado sus compromisos republicanos y no oculta que se reserva blandirlos dependiendo de la coyuntura política.

Estas circunstancias colocan a la monarquía ante un debate sobre su continuidad. Una cuestión que incidirá de forma recurrente en la agenda política futura. Lo confirma que el discurso de Navidad no disipó la polémica a pesar de que apelara a la ejemplaridad, la renovación de la institución y la observancia rigurosa de códigos éticos que están por encima de cualquier consideración familiar. Todos esos compromisos no lograron neutralizar las críticas. Radican en substratos psicológicos muy profundos que es necesario entender para poder actuar sobre ellos.

Esta es la razón por la que el debate seguirá. Como también sucederá con los que pesan sobre el resto de las instituciones que vertebran el Estado, también a nivel territorial. Nos hemos adentrado, sin darnos cuenta, en una fase preconstituyente que exige un análisis de fondo más ambicioso e inteligente. Un análisis político que debe identificar la cartografía que resulta de los seísmos sociales vividos a lo largo de este siglo profundamente antiliberal como es el siglo XXI y cuyo último episodio está siendo la pandemia.

Lo que nos sucede como país forma parte de la dinámica de un mundo que cuestiona la solidez de todo lo que conocíamos. Por un lado, debido al paulatino afianzamiento que el populismo adquiere en el imaginario colectivo como eje de legitimidad de la democracia en todos los países occidentales. Y, por otro, porque el impacto de la crisis sanitaria y sus efectos sociales y económicos han removido definitivamente los fundamentos de los poderes de intermediación, sea cual fuere la naturaleza y el origen de estos. En la medida en que la democracia se hace más instantánea, más conflictiva y más emocional, las instituciones concebidas para el consenso y la deliberación racional sufrirán más la polarización de la sociedad. Algo que les llevará a convertirse en campo de batalla, donde partirán con ventaja aquellos que promuevan el disenso sobre ellas. También cuando se quiera defenderlas, ya que, entonces, se deslizará en esa actitud la voluntad de patrimonializarlas.

Dentro de esta intersección de inestabilidades es donde hay que encontrar soluciones para que los consensos y los principios de la democracia liberal sigan teniendo interlocución con la realidad de nuestro tiempo. Eso implica que sus defensores adoptemos un cambio de estrategia que se acomode a las circunstancias con mayor practicidad. Algo que pasa, fundamentalmente, por adoptar medidas que fortalezcan a instituciones como la Corona desde la fuerza performativa de los hechos y las acciones, no desde las declaraciones ni desde la enunciación de principios.

Necesitamos, más que nunca, instituciones que resistan la presión del populismo y eso solo se consigue blindándolas con una ejemplaridad de máximos que, traducida en imágenes, conecte con la sensibilidad de una sociedad que interioriza una sinto­matología crecientemente populista. Si los escándalos de corrupción que presuntamente salpican la trayectoria pública del rey emérito siguen avalando las críticas a este, es inevitable que la Corona marque diferencias abruptas que salvaguarden la ejemplaridad de su imagen. De lo contrario, no evitará que salpiquen y comprometan a la institución misma. No hay que olvidar que afectan a quien ha sido durante 39 años rey de un país que, ahora, por ­culpa de la pandemia está herido y dislo­cado en su esta­bilidad social. Un país que vive problemas de desigualdad muy graves que requieren reformas estructurales y compromisos políticos muy ambiciosos. Para tener éxito en todo ello, España necesita referentes en los que depositar su confianza política frente a la adversidad que sacude sus fundamentos. Referentes que aúnen bajo su liderazgo la capacidad de colaboración de todos si queremos llevar a buen puerto el viaje que afrontaremos en los próximos años como comunidad. Algo que nadie mejor que la Corona puede hacer si refuerza los lazos colaborativos de la sociedad, si templa las pasiones que la agitan, si reduce con sus acciones los disensos y si contribuye a dar sentido a lo vivido, resignificando el valor de vertebración que arroja el sentido histórico de saberse con más de mil años a sus espaldas.

De ahí la importancia que tiene lo hecho por Felipe VI desde que se conocieron los escándalos atribuidos a su padre. Unos hechos que no ocultan el dolor y los sacrificios que suponen para él como hijo, pero que fortalecen la autenticidad de su disponibilidad como Rey a ser fiel a lo dicho en el discurso de Nochebuena. Y es que la viabilidad de la monarquía depende exclusivamente de las acciones de Felipe VI, no de las acciones de su predecesor. Especialmente a partir de ahora, cuando arranca su andadura un año decisivo para nuestro país y para cada uno de nosotros. Un 2021 que marcará el balance final y el sentido de lo sucedido por culpa de la pandemia. Esta nos ha puesto ante el espejo de lo que somos. Ha mostrado nuestras fortalezas y debilidades. Ha entrado en nuestro interior y sacado a la luz la sustancia de la que estamos hechos realmente. Del Rey depende ahora mostrar cuál es la sustancia de nuestra monarquía en el siglo XXI e interpelar directamente a la ciudadanía para que le acompañe en ese propósito.

Este artículo ha sido publicado originalmente en La Vanguardia del día 1 de enero de 2021: https://www.lavanguardia.com/opinion/20210101/6160466/ano-rey.html