Reales Caballerizas
En el mundo gris y burocratizado en el que vivimos inmersos y que no deja de cercenar el boato y esplendor de las liturgias civiles, una ceremonia antigua, solemne y fastuosa ha logrado sobrevivir, incluso a la pandemia causada por el Covid, e inunda regularmente las calles de Madrid de color, tradición y saber hacer. Es el acto oficial, al más alto nivel, por el que los nuevos embajadores, recién llegados a España, se acreditan ante Su Majestad el Rey, asumiendo así plenamente sus funciones de representación en nuestro país.
Una amplia y vistosa comitiva, que sorprende a los turistas que pasean por los aledaños, recoge al embajador en el Palacio de Santa Cruz, sede del Ministerio de Asuntos Exteriores y lo traslada hasta el Palacio Real de Madrid, recorriendo algunos de los espacios emblemáticos del centro histórico de la capital como la Plaza Mayor o la Calle Mayor. Un escuadrón de la Policía Municipal en uniforme de gala va abriendo camino. Le sigue el séquito del embajador formado por alto personal de la Embajada, los lanceros, la banda de música de la Guardia Real y finalmente el carruaje del embajador y los coraceros.
En cada ocasión suelen presentar sus credenciales seis embajadores y para agilizar el ritmo, se componen dos comitivas: mientras una se dirige a Palacio, la otra hace el camino hacia el Ministerio para recoger al siguiente embajador. Aunque lo habitual es que en cada comitiva vayan dos berlinas —una coupé de gala para el Embajador y el Segundo Introductor de Embajadores y la otra de media gala, con asientos a cada lado, para el séquito—, últimamente sólo se utilizan las berlinas coupé —antiguamente reservadas a los reyes o príncipes—, siendo transportado el séquito en coches Cadillac, del Parque Móvil del Estado y custodiados en las instalaciones de la Guardia Real.
La ceremonia hunde sus raíces en el reinado de Carlos I, cuando el monarca estableció un protocolo específico de origen borgoñón para la recepción de los enviados extranjeros. No obstante, fue en 1562 cuando su hijo Felipe II mandó crear las Etiquetas de Palacio, donde se detallan, entre otras cosas, todas las ceremonias de la Corte. Hoy en día, la ceremonia se mantiene prácticamente intacta en su desarrollo tal y como se consolidó durante los reinados de Felipe V —con el Reglamento de Ceremonial de 1717— y Carlos III, con las naturales adaptaciones a los tiempos. España expone, por lo tanto, en estas ocasiones solemnes uno de los protocolos más antiguos y de mayor prestigio de Europa.
Tras la interrupción que supuso la II República, que suprimió el acto de introducción de los embajadores, la dictadura de Franco lo recuperó con el mismo protocolo que había antes de la caída de la Monarquía. Se mantuvo incluso la costumbre de recoger a los embajadores en sus residencias, algo que empezó a hacerse inviable en los años 80. Suponía cortar el tráfico en la ciudad al estar ubicadas las residencias en puntos muy alejados de Palacio y al mismo tiempo implicaba que en un solo día podían presentar sus credenciales sólo uno o dos embajadores, como nos cuenta Carlos Jerónimo, que trabajaba ya en las Reales Caballerizas cuando se decidió modificar el protocolo y recoger a los embajadores en la sede del Ministerio de Exteriores.
Unos caballos excelentes entrenados a diario
Los preparativos en las Reales Caballerizas empiezan muy temprano. A las seis de la mañana cada uno está ya en su puesto y, perfectamente coordinados, ponen en marcha una liturgia bien conocida. Nos encontramos en la explanada que recibe su nombre de las antiguas Reales Caballerizas, diseñadas por Sabatini y que, hasta la II República cuando fueron derruidas, se extendían a lo largo de la calle Bailén, dando continuidad al imponente Palacio Real.
En las cuadras aguardan los caballos que serán engalanados y enganchados en los carruajes. Están separados por tiros, cada uno (con seis caballos) irá en una comitiva distinta. Como nos explica Carlos Jerónimo, todos ellos son centroeuropeos, de razas holandesas y alemanas fundamentalmente, elegidos por su estatura y belleza. Son, en efecto, animales de gran alzada (más de 1,76 metros), cuello esbelto, patas finas y aspecto elegante. Alejandro Silva, del Departamento de Comunicación de Patrimonio Nacional, añade que es importante que sean caballos de una gran envergadura y solidez (pesan unos 600 kilos) pues son ellos los que tienen que frenar las carrozas, que no cuentan con un dispositivo de frenado y cuyo peso ronda los 3.000 kilos.
En una placa enmarcada, situada en la parte trasera de sus boxes se puede leer el nombre de cada uno de ellos. Carlos Jerónimo puntualiza: todos tienen un nombre de pila original, «son nombres largos, compuestos, rarísimos», pero en España se les ha dado uno nuevo. «En la especialidad de enganche, al no tener un contacto directo con el caballo, se ponen nombres muy cortos y bien diferenciados entre sí, para que el cochero se entienda bien con ellos», puntualiza. En el lado opuesto, en la puerta, una pizarrita indica sus hábitos alimenticios, la medicación que toman, sus debilidades o cualquier otra información personalizada que los cuidadores deben tener en cuenta.
Durante más de dos años, a causa de la pandemia de Covid, la ceremonia de presentación de credenciales sufrió importantes restricciones y las carrozas y los caballos estuvieron ausentes. Pero eso no afectó a su ritmo cotidiano. Jerónimo es contundente: «la actividad de las Reales Caballerizas es la misma, se hagan ceremonias de credenciales o no se hagan. Son animales y tienen que estar entrenados, a parte de que siempre estamos en constantes cambios de caballos, porque se van muriendo, se hacen mayores…». El entrenamiento diario, de aproximadamente dos horas y media, se hace en el Campo del Moro, también con carruajes de época isabelina, que eran coches de paseo. Además, los animales escuchan con frecuencia música y otros ruidos urbanos a los que suelen estar expuestos en su participación en actos públicos, para mantenerse habituados y no asustarse cuando les toque salir a la calle.
Una situación singularmente complicada fue la provocada por la borrasca «Filomena» que, en enero del año pasado, dejó hasta 60 centímetros de nieve en los alrededores del Campo del Moro. Con la colaboración del Ayuntamiento de Madrid, la Unidad Militar de Emergencias y la empresa pública Tragsa, personal de Patrimonio Nacional tuvo que «despejar de nieve y hielo la explanada frente a las Reales Caballerizas para garantizar tanto la alimentación como el entrenamiento de sus 19 caballos y evitar el riesgo de muerte por cólico al que estos animales se enfrentan ante la falta de movimiento», como explica Patrimonio Nacional en su web.
La actividad de estos caballos se extiende más allá de la entrega de credenciales. Participan también en cambios de guardia históricos o exhibiciones, nacionales o internacionales, como el centenario de la reina Juliana de los Países Bajos, en 2009. En esa ocasión, se trasladaron a la ciudad holandesa de Apeldorm varios caballos y dos berlinas junto a personal de Patrimonio Nacional en un conjunto en el que participó también la Guardia Real. Tomaron parte, junto a delegaciones de otras casas reales europeas, en diversas exhibiciones públicas.
Berlinas del siglo XIX restauradas y en perfecto estado de funcionamiento
Tras tres horas de trabajo, todo está en perfecto estado de revista. Las guarniciones —del siglo XIX, restauradas y homogeneizadas convenientemente— han sido ajustadas a los caballos y éstos están ya enganchados a las históricas carrozas, debidamente dispuestas.
En esta ceremonia se emplean carruajes del siglo XIX, de los reinados de Isabel II y Alfonso XII. Hasta 1931 los nuevos embajadores eran transportados en carrozas más antiguas (de finales del XVIII y principios del XIX) y de mayor suntuosidad. Algunas de ellas se encuentran entre las mejores que integran hoy la magnífica colección de carruajes de Patrimonio Nacional, que podrá ser admirada a partir del próximo verano, cuando se inaugure la Galería de las Colecciones Reales.
Una colección «única por la cantidad, variedad tipológica y calidad de los vehículos conservados», en la que destacan piezas como la llamada Carroza Negra, prototipo del siglo XVII; las carrozas de gran gala pertenecientes a los reinados de Carlos IV y Fernando VII; o los grandes coches denominados de la Corona Ducal, de Amaranto o de Tableros Dorados, todos ellos franceses de finales del siglo XVIII. Entre los coches de manufactura española sobresale el de la Corona Real, así como los denominados de Caoba y el Landó de Bronces, que conforman el denominado Tren Real utilizado en los desfiles oficiales de los reyes.
Sin embargo, cuando la ceremonia fue retomada por el régimen de Franco, se decidió recurrir a las berlinas francesas, reservando las de mayor calidad y relevancia histórica —reagrupadas posteriormente en un conjunto— para su mantenimiento y exposición museística.
En esta decisión influyó el tipo de intervención que había que llevar a cabo sobre los coches que se fueran a poner en funcionamiento, mucho más invasiva que las ejecutadas en las piezas de museo. En las restauraciones realizadas a finales del siglo XX —de una calidad muy superior a las que se hicieron durante la dictadura, cuando, por limitaciones económicas, se recurrió por ejemplo a la purpurina en vez del pan de oro— se devolvió a los carruajes a su estado original. Mediante un proceso de decapado se buscó la última capa del carruaje, que es la de su estado original. Como subraya Carlos Jerónimo, «es cierto que se logra sacar los colores exactos y, empleando las mismas técnicas de la época, se vuelve a reconstruir dándole las siete capas de laca…, pero se le quita todo, se deja el carruaje pelado; eso, por supuesto, en una restauración histórica de un carruaje de museo no se puede hacer».
A pesar de esta restauración en profundidad, hay que decir que todo en las berlinas —desde las cajas hasta los juegos y ejes que sujetan las ruedas, pasando por los bronces y demás elementos decorativos— es original. El único elemento que no lo es es el caucho de las ruedas, una adaptación a su nuevo ritmo de uso. De nuevo, el encargado de las Reales Caballerizas nos explica la razón. «A diferencia de su época, en que se movían muy pocas veces al año (en actos oficiales de gran importancia) y a menudo por tierra, hoy en día salen con mucha mayor frecuencia y siempre por asfalto o empedrado. De esta manera, el deterioro de las ruedas sería mucho mayor con una llanta de hierro. A ello hay que añadir que, al ser fabricadas en madera, se desajustarían con cierta frecuencia, de manera que al desmontarlas y reajustarlas, la pintura y el pan de oro se estropearía, con el coste grandísimo que lleva aparejado. Con esta solución, no ha habido que retacarlas en dos décadas».
Los carruajes cuentan con los adelantos más importantes de su época
Las cajas de tres de las berlinas destinadas a este uso son de fabricación francesa y pertenecen a las casas Ehrler y Beckmann, cuyas marcas se aprecian grabadas en los tapacubos de las ruedas. Como resalta Isabel Rodríguez, la berlina Beckmann, de 1855, resulta muy interesante por la decoración que presenta, dentro del gusto historicista de la época. Destacan los elementos florales, pero también llamativos motivos orientales, como el dragón que se repite en la parte delantera y en la trasera. La conservadora de Patrimonio Nacional nos llama la atención sobre la centralidad del pan de oro en los carruajes. «Desde el siglo XVIII, en la Corte de Versalles el dorado era el color asociado a los reyes, por eso se usaba con profusión en las carrozas: una carroza totalmente dorada era, para la gente que la veía, casi como una visión celestial, por lo impactante del dorado, sobre todo un día de mucho sol».
Por su parte, los juegos y ejes que sujetan las ruedas son de fabricación inglesa y cuentan con los adelantos más importantes para la época. Como destaca Isabel Rodríguez, la innovación que supuso la berlina fue la introducción del sistema de suspensión con correas de cuero, que mantiene la caja en el aire, sin contacto alguno de los ejes y las ruedas. Esto les confiere una gran comodidad, pues les permite tener cierto movimiento de una manera segura. Por otro lado, estos carruajes deben su gran resistencia a que la estructura inferior de la caja, al igual que el eje central, es de acero, a diferencia del resto, que es de madera. Carlos Jerónimo nos recuerda que, en la evolución de los medios de transporte, de estos vehículos se pasó ya directamente al coche.
Si bien la fabricación es extranjera, las reparaciones se hacían en Madrid. Aquí se fueron estableciendo algunos fabricantes franceses, como Morell, que estableció un taller en el Paseo de Recoletos, de donde saldrán más adelante muchos de los carruajes que se utilizarían en la capital y en otras ciudades españolas.
Hoy en día hay que destacar la labor de los restauradores de Patrimonio Nacional. Si bien las partes estructurales de las berlinas se envían a talleres externos, Patrimonio aún cuenta con fabulosos especialistas, como Lucio Maire, restaurador dorador, «que empezó a trabajar aquí desde muy joven, haciendo la restauración de los blasones y los dorados». Los blasones que adornan las puertas están realizados sobre la última capa de laca, imprimiéndoseles un barniz protector.
Uniformes del siglo XVIII
El recinto de las Reales Caballerizas guarda otro tesoro. Minuciosamente etiquetados y dispuestos en elegantes vitrinas, un conjunto de uniformes esperan a ser vestidos por personal de Patrimonio Nacional para ocupar sus funciones específicas en este día grande del protocolo y la tradición. Algunos son profesionales del caballo, como el cochero y el jinete, pero la mayoría han abandonado hoy sus ocupaciones habituales —propias del siglo XXI— para dar un salto en el tiempo. Con toda naturalidad, se visten «a la federica», con los uniformes de gala de la época de Carlos III, se cubren la cabeza con pelucas blancas y se convierten en lacayos, palafreneros y postillones del siglo XVIII. Son todos ellos oficios históricos imprescindibles para la realización de estas ceremonias. Se trata de un patrimonio inmaterial de una enorme riqueza, cuyo mantenimiento constituye una de las líneas maestras de la acción de Patrimonio Nacional y uno de los mayores empeños, aunque quizá de los menos conocidos. Como también ocurre con el oficio de sastrería histórica, que pervive en el Palacio Real y es el encargado de fabricar y restaurar estos uniformes, a mano y con las mismas técnicas que antiguamente.
Está claro que la clave para que la representación más seria del Estado salga perfecta está en la experiencia atesorada durante siglos y en el cuidado de los detalles, bajo el manto de la Corona que aúna, como ninguna otra institución, el pasado con el presente y con el futuro.