Francisco de Asís: bicentenario del único rey consorte de la historia de España

En 1902, hace 120 años, España vivía con ilusión las festividades por la mayoría de edad de Alfonso XIII. Un monarca joven, campechano, moderno y cosmopolita, se le suponía preparado para inaugurar esa nueva era que todos creían que llegaría en el momento que asumiera el timón de mando. Se había dejado atrás el convulso siglo XIX y atrás quedaban también sus protagonistas, casi olvidados por todos, la mayoría de ellos en el exilio francés, en el que aún brillaban en medio de la gran sociedad que pasaba por la capital gala.

Uno de ellos era el anciano rey Francisco de Asís, el llamado rey abuelo de España, que pasaba sus días en su residencia del pueblecito de Épinay-sur-Seine, a pocos kilómetros de París. Un hombre que había sido un auténtico juguete roto de la historia de España y cuyo destino había dependido siempre de otros que lo habían usado a su antojo. Los primeros en utilizarlo habían sido sus padres, los infantes Francisco de Paula y Luisa Carlota, empeñados en que él debía casarse con su prima hermana Isabel II para ser el rey consorte de España. Nadie le preguntó nunca a Francisco si eso era lo que él quería. Sus padres gastaron sus fuerzas, sus intrigas y su dinero en conseguir meter baza en los llamados “matrimonios españoles” para que, como ocurrió en 1846, Francisco lograra finalmente casarse con Isabel II. Al enlace solo accedió, como llegó a confesar a su primo el pretendiente carlista Juan, por meras razones de Estado e impedir que un extranjero se sentara en el trono.

Matrimonio de Isabel II y la infanta María Luisa con Francisco de Asís y el duque de Montpensier, respectivamente
Matrimonio de Isabel II y la infanta Luisa Fernanda con Francisco de Asís y el duque de Montpensier, respectivamente

Un matrimonio que no fue feliz y en el que la ilegitimidad siempre planeó sobre los 12 hijos que tuvieron. ¿Eran hijos del rey? La rumorología dice que no, pero los chismes siempre han dicho muchas cosas y más durante el reinado de Isabel II, en el que las tensiones políticas, las intrigas y los rumores rodeaban el día a día de los miembros de la familia real. 

Francisco de Asís fue rey consorte veintidós años, hasta que la Gloriosa Revolución de 1868 expulsó a la mayoría de los Borbones, que huyeron precipitadamente hacia Francia, protegidos por Napoleón III y la famosa Eugenia de Montijo. Allí el matrimonio se separó y tomó caminos distintos, pues mientras ella se convertía en una de las mujeres más populares de la belle époque francesa, él se refugió en su título de incógnito de conde de Moratalla para viajar por toda Europa. Y, cosas de la vida, separados se llegaron a entender mucho mejor que juntos.

En 1881, una vez que su querido e íntimo amigo Antonio Ramos Meneses murió, Francisco de Asís se trasladó a Épinay-sur-Seine, a un magnífico edificio que fue conocido desde entonces como el château du Roi François. Una residencia regia adquirida para él, como usufructuario, por su hijo el rey Alfonso XII. Allí, olvidado por casi todos y completamente inadvertido para los españoles, vivió durante muchos años el único rey consorte que ha tenido España, hasta ese año de 1902 en el que su nieto iba a ser proclamado mayor de edad.

A mediados de abril de aquel año, se corrió por el pueblo de Épinay la noticia de que la salud de don Francisco no era nada buena. La mañana del 13 de abril amaneció con fiebre y tuvo que ser atendido por su buen amigo el doctor Pierre St-Clair Moribot, alcalde de Épinay y ferviente republicano. El diagnóstico no fue bueno: don Francisco tenía disnea, fiebre y líquido en el pulmón izquierdo. Sufría una fuerte pleuroneumonía. Moribot ordenó a la policía que cercara el château, que se convirtió en un edificio inexpugnable. Desde ese momento solo se abriría para dejar paso a los telegramas que llegaban a la oficina de telégrafos, de las grandes personalidades que preguntaban por su salud: desde el marqués de El Muni (embajador español) al presidente de la República, la reina Guillermina de los Países Bajos (que también estaba enferma en cama), hasta los mismísimos Eduardo VII del Reino Unido y el zar Nicolás II de Rusia.

Francisco de Asís de Borbón. Museo del Prado
Francisco de Asís de Borbón. Museo del Prado

Y es que el único tema de conversación que existía en Épinay era sobre lo que sucedía en la casa grande, donde se empezó a conglomerar mucho personal, entre los que se podían ver a varios periodistas, esperando de un momento a otro el fatal desenlace. Desde hacía un tiempo se venía oyendo que la salud de don Francisco no era buena. A principios de años había tenido una caída bastante aparatosa, con golpe en la cabeza incluido, y ya no había vuelto a andar más. A veces se le podía ver en silla de ruedas paseando por los alrededores del château, empujado por su fiel Rafael Palomino, su secretario y jefe de su casa, acompañado de sus dos pastores alemanes y su inseparable pipa. Los que bajaban a pescar al río podían verlo a lo lejos, sentado en la terraza trasera de la casa, disfrutando de alguna de sus lecturas mientras tomaba el sol. Algo que hacía cada vez menos porque estaba perdiendo visión y tenía lo que él llamaba “importantes lagunas mentales”.

Viendo que la hora se acercaba, la tarde del 16 de abril se organizó en la iglesia de Saint Médard una multitudinaria misa en la que el abad Jeanjean pidió por la pronta recuperación du Roi. Pero era en vano, pues todos sabían que el fin estaba cerca. Las alarmas se encendieron cuando llegaron a toda prisa desde París la reina Isabel II y su hija la infanta Eulalia, y también se sabía que otra hija del matrimonio, la infanta Isabel, la Chata, había salido desde Madrid en tren especial. 

Por eso, cuando Isabel II llegó a Épinay, todos vieron que don Francisco estaba ya en las últimas. Isabel II entró en el château, arrasando con todos a su paso, y gritando: “¡Ay Paquito! ¿Pero qué te ha pasado?”. Paquito, que posiblemente no sabía muy bien ya quién le estaba agarrando, sonrió. Ya solo quedaban tres personas que lo llamaban así: su esposa y sus dos hermanas, las infantas Pepita y Amalia, las únicas que le quedaban vivas. 

Esas cuatro personas eran los máximos exponentes de un mundo ya marchito, de una era que acababa, que se remontaba a la época en la que Fernando VII reinaba con mano de hierro. Un mundo que iba a empezar a morir con él mismo. Como a veces ocurre, antes de una muerte hubo una ligera mejoría, que fue aprovechada por Isabel II y Eulalia para volver a París y recibir a la infanta Paz, que venía desde Múnich a toda prisa con su marido, el príncipe Luis Fernando de Baviera. Ambos habían dejado atrás a la infanta Amalia, hermana de Francisco y madre de Luis Fernando, que se había quedado llorando en la capital de Baviera por no poder despedirse de ese hermano que tanto había hecho por ella.

Isabel II y Francisco de Asís en 1859. Les acompañan el infante Sebastián y su esposa, la infanta Cristina de Borbón. Con ellos también sus hijos, Isabel, Alfonso y la pequeña Concepción en brazos de su nodriza.
Isabel II y Francisco de Asís en 1859. Les acompañan el infante Sebastián y su esposa, la infanta Cristina de Borbón. Con ellos también sus hijos, Isabel, Alfonso y la pequeña Concepción en brazos de su nodriza.

Pero la tregua duró poco y a las cinco de la tarde, Palomino telefoneó al palacio de Castilla, residencia de la reina Isabel, informando de que el rey estaba peor. A Épinay llegó monseñor Lorenzelli, nuncio apostólico del Santo Padre en Francia, quien le dio la extremaunción. A las diez y media de la noche, mientras tomaba su última tila, empezó a ahogarse y quedó inconsciente, sin que el doctor Moribot, que se negaba a dejar la habitación, pudiera hacer nada por él. Cuando solo faltaban cinco minutos para la una de la madrugada del 17 de abril, Francisco de Asís de Borbón y Borbón dejó de respirar. Sus manos las agarraban en ese momento su fiel e inseparable Palomino y su hija la infanta Isabel. 

Horas después Palomino salió a atender a la prensa: “Solo puedo decir que S.M. el rey ha muerto dulcemente a las doce cincuenta y cinco de la madrugada, siendo asistido por monseñor Lorenzalli, Nuncio de Su Santidad en París. El rey ha sucumbido a una congestión pulmonar, más aún a su edad avanzada de ochenta años y a su debilidad”.

Moría así un hombre que fue cruel víctima del destino y a quien le tocó jugar un papel que no quería. La historiografía no ha sido nada benevolente con él y en el imaginario colectivo ha quedado una idea poco real de Francisco. Recordado, y vilipendiado aún en el siglo XXI, por su supuesta homosexualidad, se le ve como un cornudo, un hombre débil y un mal padre. Lo bueno de eso es que Francisco es, aún hoy en día, un personaje por descubrir y cuya biografía habrá de ser revisada por la historiografía. Pero aún queda para eso, pues este año se cumplen 200 años de su nacimiento, y Francisco sigue sin ser recordado. 

Sobre el autor

Jonatan Iglesias Sancho (Barcelona, 1990) es Licenciado en Historia por la Universidad de Málaga y ha publicado numerosos artículos en revistas especializadas. Es autor de dos libros sobre la realeza: Alfonso XII: cartas de un rey adolescente (una edición anotada de las cartas que el príncipe y su secretario enviaban a la reina Isabel II durante el tiempo que él estudió en Viena y en Sandhurst) y ¡Salvad al Zar!, acerca de los intentos de Alfonso XIII por rescatar a la familia imperial rusa. Actualmente, está preparando, junto a Ricardo Mateos, la publicación de un libro sobre las hermanas del rey Francisco de Asís.