El periodo de la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) fue el canto de cisne de la monarquía: aunque económica y socialmente la situación se estabilizó, y se celebraron con solemnidad las grandes Exposiciones Internacionales de Sevilla y Barcelona, la falta de libertades políticas, individuales y sociales, y las críticas consiguientes, apuntaron a la Corona como culpable de todos los males del país.
Símbolo de este final, y primer gran disgusto en la vida de la familia, fue la muerte de la reina madre María Cristina, el 5 de febrero de 1929. Para el rey, su madre era un punto básico de equilibrio vital; la vida de Alfonso se balanceaba trágicamente entre la desgracia familiar, la inestabilidad política y el desconcierto en sus costumbres personales. Decía el político catalán Francesc Cambó al final de la dictadura: “El rey es un ser profundamente desgraciado”.
En las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, los candidatos de los partidos dinásticos resultaron ganadores por mayoría, pero en las principales ciudades del país, los partidos de la oposición obtuvieron la victoria. El ambiente en la corte y la familia real era una mezcla de sorpresa y de profunda tristeza. Las últimas horas en palacio fueron de una tensión extrema en las que se mezclaba la actitud derrotista del Gobierno y el miedo a una revolución violenta. Buen ejemplo son las palabras al rey del conde de Romanones, antiguo primer ministro: “He soñado, Señor, con los espectros de Nicolás II y de la familia imperial rusa”.
El 14 de abril por la tarde, el Rey presidió su último Consejo de Ministros y leyó su mensaje a la nación: “Las elecciones del domingo me han revelado claramente que no conservo ya el amor de mi pueblo […]. Estoy decidido a evitar todo lo que pudiera llevar a una lucha entre españoles en una guerra civil fratricida. No renuncio a ninguno de mis derechos porque más que míos son un depósito sagrado acumulado por la historia”. Aquella noche don Alfonso y doña Victoria Eugenia cenaban solos por última vez en palacio, mientras en la calle la multitud intentaba acceder al edificio. El rey había decidido marchar al puerto de Cartagena aquella misma noche, para embarcarse hacia Francia.
Una despedida dramática
La despedida de la reina y los infantes fue dramática. Mientras los cortesanos le besaban la mano, el monarca solamente era capaz de repetir: “Calma, señores, y cordura”. Al pasar bajo un retrato de su madre, la reina María Cristina, la emoción llenó sus ojos. En dos coches y acompañado por el infante don Alfonso, el duque de Miranda y otros miembros de su casa, salieron por la puerta del Campo del Moro y se dirigieron a Cartagena, donde embarcaron en el crucero Príncipe Alfonso en dirección a Marsella.
Aquella noche fue terrible en palacio, mientras algunos exaltados escalaban la fachada del edificio intentando asaltarlo, otros gritaban insultos en la calle. El nuevo Gobierno provisional republicano envió una guardia para proteger a la familia real. La reina durmió con las infantas y a las 7 de la mañana todos asistieron a la santa misa en la Capilla Real antes de partir. La reina con sus hijos Jaime, Juan, Beatriz, Cristina y Gonzalo, su cuñada Irene, marquesa de Carisbrooke, y su prima la infanta Beatriz de Orleans fueron acompañados por las duquesas de Lécera y de la Victoria, la condesa del Puerto, la marquesa de Hoyos, los marqueses de Bendaña y de Sta Cruz de Rivadulla, el conde de Maceda y otros ayudantes. Alfonso, el príncipe de Asturias, tras una recaída en su enfermedad, tuvo que ser llevado en camilla.
La reina dio la mano al último de los alabarderos que formaban en la galería de palacio: “El último servicio que me hacéis! ¡Me despido de todos en ti! Adiós”. En Galapagar, unos cuantos fieles se despidieron de ellos: el almirante Aznar, los condes de Romanones, el marqués de Alhucemas, los generales Kindelán y Sanjurjo, y los hijos de Primo de Rivera. “¡Cuiden de mi Cruz Roja! (…) Este es el recuerdo que me quiero llevar de España: el de su cielo azul, el de su sol”. Fueron las últimas palabras de la reina a este grupo de fieles.
En la estación de tren de El Escorial, rodilla en tierra, se puso a su servicio el mayor británico, de origen irlandés, Desmond Champman-Huston, amigo de la familia. “Es ya tarde para hacer algo”, le dijo la reina. Le dio una carta para la infanta Isabel, la Chata, enferma en su casa: “Esto matará a la pobre anciana; pero, por favor, dele mis recuerdos”. Tomaron el tren, conducido por el duque de Zaragoza, y salieron de España por Irún, después de recibir fervientes homenajes populares en las estaciones de Burgos, Vitoria y San Sebastián. Tomando el tren en Irún hacia Francia, la reina exclamó entre lágrimas: “¡España, mi España!”.
El rey y toda la familia se encontraron en París en el hotel Meurice, su primera residencia en el exilio. Las primeras visitas fueron las de la emperatriz Zita de Austria y la reina Astrid de Bélgica, que viajaron expresamente desde Bruselas. Instalados primero en París y después en Fontainebleau, les tensiones políticas vividas en los últimos años se transformaron pronto en renovadas tensiones en el matrimonio real, a causa de asuntos económicos y sentimentales que acabaron por separar la vida de don Alfonso y doña Victoria Eugenia y que marcarían la vida en el exilio de la familia real para los siguientes 40 años. Vida en el exilio y tensiones que, sin duda, han repercutido en la evolución personal y pública de sus descendientes, hasta el día de hoy.