La Infanta Isabel en Argentina: cuando Buenos Aires fue una corte

La Infanta Isabel visitó la Argentina con motivo del Centenario, en mayo de 1910. Colección César Gotta. Fuente: lanacion.com.ar
La Infanta Isabel visitó la Argentina con motivo del Centenario, en mayo de 1910. Colección César Gotta. Fuente: lanacion.com.ar

En 1910 Argentina se preparaba para celebrar el primer centenario de la Revolución de Mayo -primer grito de independencia- y lo haría con todo el esplendor que podía aquel país que aún era “el Granero del Mundo” y que, heredero de los principios de la llamada Generación del 80 se alzaba como un ejemplo de orden, de prosperidad y de riqueza. Las delegaciones extranjeras esperadas para este acontecimiento serían numerosas e importantes. Y Argentina esperaba que España, la “Madre Patria”, acallados ya los rencores de la independencia, enviara la delegación más brillante del Centenario. 

Ante la invitación del país americano, al que le unía no solo una historia en común sino también la gratitud de recibir a miles y miles de españoles que emigraban allí cada día, el Gobierno pensó en enviar un representante que cumpliera con las expectativas. Descartado el Rey (nunca un monarca español había viajado a América) y el Príncipe Heredero por razones de edad, se pensó en el Infante Don Carlos, viudo de la Infanta María Teresa. Pero el Infante declinó ese pedido y el Rey decidió que sea su tía y madrina, la Infanta Isabel, su representante en Buenos Aires. Hija primogénita de la Reina Isabel II, había sido Princesa de Asturias y, viuda muy joven del Conde Girgenti, se convirtió en el sostén de la Corte de la Restauración de su hermano Alfonso y luego de su cuñada María Cristina. Guardiana del orden y el protocolo de aquella Corte, era por entonces la figura más popular y querida de la Familia Real, que paseaba su ampulosa figura por verbenas, procesiones, toros y funciones de caridad entre el aplauso y los vivas del pueblo. La Chata, como era conocida no solo a nivel familiar, por su nariz respingona, se mostró sorprendida ante la designación, pidió unos días para pensarlo y puso como condición no cruzarse con el Duque de los Abruzos, como viuda que era de un príncipe napolitano. 

“¿Qué motivo hay para que vaya una persona real a Buenos Aires? ¿Qué motivo tiene Nino que no acepta?” Escribió doña Isabel al Rey el 27 de febrero, nada convencida de la misión encomendada. Pero con su alto concepto de su fidelidad al Rey, terminó aceptando y preparando su viaje a América.

El 19 de marzo de 1910 se anunció en Buenos Aires el nombre de la Infanta y comenzaron intensos preparativos para organizar la principesca visita. Muchos de los palacios más lujosos de la ciudad se pensaron para alojar a la Infanta.  El antiguo Palacio Alvear, el Palacio Miró, o las residencias de las familias Mezquita o Quesada. Finalmente se optó por el Palacio De Bary, ubicado en la elegante Avenida Alvear, sinónimo de status y distinción en la ciudad porteña. Sus dueños partían para Europa por dos años, y alquilaron o prestaron -no está muy claro aún- la residencia para alojar a doña Isabel. Una famosa casa de decoración ubicada en Florida y Lavalle redecoró los apartamentos de la Infanta. El cuarto y la salita de recibir en estilo imperio, el cuarto de vestir Luis XVI y, según un cronista social “todas las chucherías de moda, de porcelanas de Sussex, flores estilizadas, relojes de estilo estarán presentes los aposentos.”

Resuelto ya el tema del hospedaje, quedaba aun por resolver un asunto que no pocos dolores de cabeza trajo al Gobierno: nombrar un grupo de señoras que hicieran de Damas de la Infanta durante su estadía en Buenos Aires.  Curiosamente a las porteñas les horrorizó la idea. Circularon versiones que lo de “estar de servicio” sonaba más cercano a personal doméstico que a Corte, y las grandes señoras del momento se fueron a Paris o se quedaron en casa. Finalmente, el asunto fue resuelto y el séquito estuvo formado por Elisa Uriburu de Castells, única porteña que ostentaba entonces el Lazo de Dama de Maria Luisa por las inmensas contribuciones que su esposo había hecho a España, Maria Teresa Quintana de Pearson, Angélica Ocampo de Elía, Carmen Marcó del Pont de Rodríguez Larreta, Susana Torres de Castex y las hermanas Juana, Martina y María Baudrix. Pero de todas ellas, sólo Maria Baudrix -quizá por ser soltera y libre- pudo moverse con más libertad de protocolo y cumplir con más fidelidad su encargo.  

Entre tanto en España, la Infanta Isabel se preparaba para el viaje. La acompañaría la Marquesa Vda. de Nájera, Dolores Balanzat, su amiga de toda la vida. El 29 de abril se dio en Palacio un gran almuerzo presidido por los Reyes despidiendo a doña Isabel y a su comitiva. El 1 de mayo partió de Madrid en tren hasta Cádiz. La despedida fue multitudinaria y fueron personalmente a la estación los Reyes, a pesar del embarazo de la Reina y el peligro que ello constituía dada la muchedumbre que se agolpaba. La Infanta se embarcó finalmente en el Alfonso XII, que el Marqués de Comillas puso a disposición de la Corona. El viaje fue placentero y lleno de novedades para quienes cruzaban por primera vez el Atlántico. Doña Isabel escribió al menos dos cartas, una al Rey y otra a su hermana Paz contándole los detalles de la travesía:

“Esto no puede ser más feliz porque el tiempo es espléndido y todos tenemos una salud magnifica. La gente de primera se levanta de la mesa para saludarme.” 

“El viaje muy bien. El mar calmado tiene la quietud del lago Stamber cuando está hermoso.”

El Marqués de Valdeiglesias además llevaba un diario lleno de anécdotas graciosas y comentarios de la vida a bordo. Pasado el Ecuador, la Infanta dio permiso para que los hombres se quitaran los trajes y se pusieran pijamas de seda cruda. Solo una tormenta los tuvo en jaque y se marearon todos: orquesta, personal de servicio, marineros, pasaje. Solo tres quedaron en pie: el capitán, la Infanta y su dama. Se retrataron y la Infanta envió la foto al Rey con la dedicatoria “Tres lobos de Mar”.

Al llegar a Buenos Aires, el recibimiento fue apoteósico. Tres cruceros salieron al encuentro del Alfonso XII para escoltar su entrada al Río de la Plata y desde los mástiles de la fragata Sarmiento los marineros la saludaban con un ¡Hurra! A las dos de la tarde llegó el barco. La entrada fue espectacular. Una verdadera muchedumbre, sin precedentes, fue al Puerto a recibir a la Infanta. Banderas, bandas, aplausos, vivas. “Nunca se ha visto nada igual” dijo la prensa. Cuando, del brazo del presidente Figueroa Alcorta, la Infanta bajó del barco, el puerto se estremeció en un solo grito “¡Viva La Infanta y viva el Rey!”. Doña Isabel, muy emocionada, percibió que en ese momento ella era la Corona y era España.

Luego, en una carroza “a la Dumont”, con cuatro caballos y lacayos se dirigieron, en medio de una multitud desbordada, a la Casa Rosada y de allí, por la Avenida de Mayo, la Avenida de los Españoles, al Palacio de Bary, entre banderas argentinas y españolas y una multitud que se había echado a la calle. Ya en su residencia el encuentro con las Damas parece que fue mejor de lo esperado. “Allí las damas que le había nombrado el gobierno, engreídas porteñas que aceptaron a regañadientes, pero que a las 48 horas capitularon entregándole su afecto ante la habilidad y la bonhomía de la ilustre visitante” dicen los periódicos.

Desde ese momento comienza para la Infanta una visita maratónica. Lo primero que hace es visitar el Hospital Español donde celebra misa el Arzobispo de Buenos Aires y a ello le siguen una visita a la estancia San Juan de Pereyra donde fue recibida por cientos de gauchos a caballo y le ofrecieron un asado criollo, un té en lo de Uriburu, un baile en lo de Agustina Luro de Sansinena y el homenaje de todos los españoles de Buenos Aires que fueron hasta su residencia a saludarla, llenando la Avenida Alvear con música de orfeones, banderas y estandartes. 

Celebración del centenario de la Revolución de Mayo (Archivo General de la Nación. Argentina) Fuente: infobae.es
Celebración del centenario de la Revolución de Mayo (Archivo General de la Nación. Argentina) Fuente: infobae.es

Al fin, llegó el 25 de mayo, que era el gran día. Cuando amaneció, en Buenos Aires sonaron las sirenas de todos los buques, tocaron las campanas de todas las iglesias y se oyeron salvas a la salida del sol. El pueblo se lanzó a la calle masivamente y a primera hora se realizó un Tedeum solemnísimo en la Catedral. Finalizado, la comitiva que iba encabezada por la Infanta, con el presidente Figueroa Alcorta a la derecha y el presidente de Chile a la izquierda, recorrió a pie la Avenida de Mayo en medio de una multitud. La Infanta Isabel fue el centro de todos los vivas y todos los aplausos. Las celebraciones y actos se sucedieron en forma vertiginosa.  La Infanta puso la piedra fundamental del Monumento, obra de Benlliure, que había traído de regalo y que desde entonces se conoce como “de los españoles”, visitó el Jockey Club, la Sociedad Rural, el Club Español donde regaló uno de los primeros ascensores de Buenos Aires, la Sociedad Española de Beneficencia a la cual entregó una suma muy importante de dinero y hasta, fiel a sí misma, se escapó a una fiesta popular en el Pabellón de las Rosas, en Palermo, a ver bailar tango.

Por la noche, los Llavallol dieron un gran baile en el palacio Miró. Fue un verdadero ”sarao de corte”, como dijeron los diarios, el que cerró las fiestas del Centenario. Una doble fila de lacayos con librea portando candelabros de plata con velas encendidas recibió a la Infanta, que llegó con una gran diadema. La sociedad porteña le hizo esa noche el “rendez vous” y el pueblo, en una multitud, esperó su llegada entre vivas y aplausos.

Al momento de la partida la Infanta regaló a cada una de sus Damas una pulsera de brillantes con la “I” de Isabel en rubies. Y las señoras le regalaron cuatro caballos criollos, que llevaría a su palacio de la Calle Quintana y que tirarían de su coche en sus paseos por el Prado hasta el final de su vida. Ya desde el barco, la Infanta escribió sobre la tristeza que “nos embarga conforme nos alejamos”. Dijo “que en Buenos Aires hemos dejado todas nuestras simpatías y jamás veremos borrado el recuerdo de estos días inolvidables”. Porque así fueron, inolvidables para todos. Inolvidable fue la “visita de la Infanta”, como se la recuerda hasta hoy. Inolvidable su imponente figura, inolvidable su arrolladora simpatía. Inolvidables aquellos días gloriosos que a más de cien años perduran en la memoria colectiva de Argentina, cuando al decir de El Diario “tuvimos un simulacro de Corte”.

Sobre el autor

Walter D’Aloia Criado es vicecónsul honorario de España en Bolívar (Argentina). Miembro de Número del Instituto Argentino de Ciencias Genealógicas, presidente de la Asociación de Amigos del Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco (Buenos Aires), entre sus publicaciones podemos destacar: Anita de Azcuénaga. La Primera Virreina Criolla (2003), La Nunciatura Apostólica en Argentina (2005), El Infierno y la Gloria de Adelia María Harilaos de Olmos (2012) y, como coautor, Cuando Buenos Aires fue una corte: la Visita de la Infanta Isabel en 1910. Ciclo de Conferencias (2010).