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Las coronaciones británicas: mil años de historia y majestad

El pasado 6 de mayo, la Abadía londinense de Westminster presenció un acontecimiento que llevaba casi setenta años sin producirse: la coronación de un nuevo monarca. Carlos III daba así continuidad a una tradición milenaria, que se remonta a Guillermo el Conquistador, primer rey inglés en coronarse en Westminster, en el año 1066.
La coronación de la reina Victoria. Fuente: Royal Collection Trust
La coronación de la reina Victoria. Fuente: Royal Collection Trust

Si la monarquía es, esencialmente, continuidad y permanencia, los rituales británicos de la coronación lo expresan nítidamente, más que ninguna otra monarquía. Además de celebrarse en el mismo lugar desde hace casi mil años, la historia de los ritos y de los objetos y vestimentas que los protagonizan se cuenta por siglos. A su vez, los cambios que se han ido introduciendo -algunos, convertidos rápidamente en tradición- reflejan las transformaciones políticas y religiosas del país o, simplemente, tratan de adaptar algunos aspectos al paso del tiempo. Eso sí, las esencias perduran y se muestran al mundo como marca distintiva. La Monarquía, además de serlo, tiene que parecerlo.

Así, por ejemplo, desde el siglo XIII todos los soberanos se han coronado sentados sobre la llamada Coronation Chair o silla de San Eduardo. Esta fue mandada realizar por Eduardo I para albergar la piedra de Scone o piedra del destino, sobre la que se había coronado el rey Alejandro III de Escocia en 1249 y que el rey Eduardo se trajo consigo después de su campaña escocesa. La piedra fue devuelta a Escocia en 1996 y se custodia en el castillo de Edimburgo, desde donde se trasladó a Londres para la coronación de Carlos III. Volvió a Escocia después de la coronación, donde aguarda pacientemente la futura ocasión para cumplir con su función histórica y cargada de simbolismo.

La Silla y la Corona de San Eduardo. Fuente: Royal Collection Trust
La Silla y la Corona de San Eduardo. Fuente: Royal Collection Trust

Por su parte, como explica Mandy Littlefield, los objetos que se utilizaron en la ceremonia —las regalías, el conjunto de objetos que simbolizan los atributos del monarca— tienen igualmente una larga historia, aunque ha habido variaciones. La mayoría de estos objetos antiguos fueron destruidos durante la revolución de 1649 por orden de Cromwell. La única que perdura desde antiguo es la cuchara en la que se vierte el óleo con el que fue ungido el rey. Los demás fueron labrados para la coronación de Carlos II, tras la restauración de la monarquía, en 1661. Y algunos de ellos fueron modificados en mayor o menor medida en los siglos posteriores.

Desde muy antiguo ha habido algún tipo de procesión. El itinerario actual, desde Buckingham hasta Westminster data de 1902, con ocasión de la coronación de Eduard VII. Para el recorrido, Isabel II utilizó tanto a la ida como a la vuelta el carruaje de Estado dorado (Gold State Coach), que fue fabricado en 1762 y empezó a utilizarse en las coronaciones en 1831. Sin embargo, Carlos y Camilla utilizaron este carruaje sólo para la procesión de vuelta, la llamada “Procesión de la Coronación”, mientras que hicieron el viaje hasta Westminster (lo que se conoce como “Procesión del Rey”) en el carruaje del Jubileo de Diamantes de la reina Isabel. También desde 1902, la familia real se asoma al balcón de Buckingham para saludar al público, después de la ceremonia. 

Procesión de la reina Victoria hacia Westminster, en la Gold State Coach. Fuente: Royal Collection Trust
Procesión de la reina Victoria hacia Westminster, en la Gold State Coach. Fuente: Royal Collection Trust

Una de las cosas que más han cambiado en todo este tiempo ha sido la fórmula del juramento. Porque se ha ido adaptando a la realidad política —muy influenciada a menudo por la cuestión religiosa— de cada momento. Un momento decisivo en este sentido lo encontramos en 1688. Se había producido a principios de siglo la unión de las Coronas (unión personal) en Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra y en 1685 había accedido al Trono un católico, Jacobo VII de Escocia y II de Inglaterra, quien sólo fue coronado en Westminster, por lo tanto, no prestó juramento escocés. Ante sus políticas, que inquietaban a la Iglesia de Inglaterra, el Parlamento ofreció el trono a Guillermo de Orange, protestante. Y entonces se decidió instituir un único juramento, que obligase al monarca a gobernar de acuerdo con las leyes aprobadas por el Parlamento y que explicitase el mantenimiento de la Religión protestante reformada, establecida por la ley. Tuvieron igualmente que prestar juramento hacia sus súbditos escoceses y quedó recogido que ningún monarca católico podría reinar en Escocia.

Como en 1707 se produjo la unión de los dos reinos, en adelante sólo habría una única fórmula de juramento, que en 1714 (con Jorge I) cambió el término “este reino de Inglaterra” por el de “este reino de Gran Bretaña”, que se cambiaría aún en 1821 (con Jorge IV) por la de “el Reino Unido” para reflejar la unión con Irlanda de 1801. Además, había que hacer referencia igualmente a la unión de las dos iglesias —de Inglaterra y de Irlanda— (“United Church of England and Ireland”).

Estas incorporaciones se reflejaron también en los miembros que fueron invitados a tomar parte en la procesión (los pares de Irlanda, incluidos los católicos), los miembros de la Orden de San Patricio; en los estandartes que forman esa procesión; así como en los motivos que decoran los ropajes de los monarcas. Y esto se seguiría desarrollando conforme se fueron incluyendo otros dominios que iban accediendo al régimen de autonomía (Canadá, Sudáfrica, Nueva Zelanda…). La situación de los dominios volvió a modificar la fórmula del juramento en la coronación de Jorge VI para hacer referencia a las consecuencias de co-equidad introducidas por el Estatuto de Westminster de 1931. Y en la coronación de Isabel II volvió a modificarse, debido a la independencia de la India y la salida de Irlanda de la Commonwealth a finales de los 40. 

Por otro lado, ha habido cambios también en lo que tiene que ver con los invitados. Conforme se iba ampliando el número de invitados de ultramar, los locales fueron reduciéndose. En la coronación de Jorge VI se invitó a cuatro personas de diferentes comunidades industriales del RU (para integrar a las clases trabajadoras de forma más visible). Igualmente, en 1937, por vez primera fueron invitados representantes de otras confesiones para tomar parte en la procesión que tiene lugar en la Abadía: de las Iglesias libres de Inglaterra y de la Iglesia Nacional de Escocia. Una comisión papal estuvo presente, al igual que en 1953, en las procesiones hacia y desde Westminster, pero se quedó fuera durante la ceremonia.

La música es otro elemento tanto de continuidad, como de cambio. Hay piezas que se han mantenido en el tiempo, como la “Zadok the Priest” (de Handel), que se ha tocado desde 1727; o el arreglo de “I was glad”, que se viene tocando desde 1902. Y otras, que se crean específicamente para la ocasión. 

La duración de las mismas fue variando a lo largo del tiempo. Parece ser que las coronaciones de los Estuardo eran muy largas. La de Carlos II debió de ser de las que más duraron. Samuel Pepys, que entre otras cosas, llevaba un diario muy minucioso, dejó escrito que tuvo que salir de la coronación de Carlos II para ir al baño. La de la de la reina Victoria también puede figurar entre las más extensas, puesto que duró cinco horas. A partir de Eduardo VII (1902), se aligeraron bastante, puesto que por vez primera, sólo le rindieron homenaje los pares de rango superior de cada categoría, en vez de que lo hicieran todos. Y el sermón del arzobispo fue suprimido. Así, la de Isabel II duró tres horas y la de Carlos III, algo más de dos horas.

Carlos II, el día de su coronación. Fuente: Royal Collection Trust
Carlos II, el día de su coronación. Fuente: Royal Collection Trust

Al revés, entre las que menos duraron está seguramente la de Guillermo IV (1831), que de hecho ni siquiera quería una coronación. Al final tuvo que aceptar una más breve —la apodaron “media-coronación”—, en la que eliminaron algunas partes, como una procesión desde Westminster Hall y el banquete posterior que se daba en el mismo lugar (y que a partir de entonces no se volvieron a celebrar). De hecho, en una visita al Parlamento con ocasión de su disolución, en la sala en la que se pone la corona antes de entrar a la Cámara de los Lores, el rey cogió la Corona Imperial, se la puso y le espetó al primer ministro: “The Coronation is over”. Además, en vez de remodelar la corona para que le cupiera bien, simplemente le puso un poco de algodón.

En mil años ha habido tiempo suficiente para que algunas cosas salieran mal, lo que hace las delicias de historiadores y comentaristas. Así, por ejemplo, La coronación de Jorge III en 1761 fue descrita como “un evento de confusión, magnificencia y extraña bufonería”. En la coronación de la reina Victoria, los desatinos se sucedieron. El anillo de la coronación estaba preparado para el dedo meñique y el arzobispo se lo pudo en el anular, de modo que le tuvo que estrujar el dedo para que cupiera. Uno de los pares, ya muy anciano, se cayó mientras le estaba rindiendo homenaje y en un momento dado, el arzobispo le dijo a la reina que la ceremonia se había acabado, cuando aún quedaba una parte, de manera que tuvo que volver a su trono para finalizarla. Había sido tal la confusión que la joven reina miró en un momento dado al deán de Westminster y le dijo algo así como “Por favor, dígame qué debo hacer, porque ellos no lo saben”.

Coronación de Eduardo VIII. Fuente: instagram.com/theroyalfamily/
Coronación de Eduardo VIII. Fuente: instagram.com/theroyalfamily/

Pero aunque después de esta coronación, se quiso evitar estos problemas mediante un protocolo claro y bien establecido, que rigió la coronación de su hijo, 64 años más tarde, lo cierto es que esa misma ceremonia se vio deslucida. Porque, estando prevista para el mes de junio de 1902, el rey, Eduardo VII, cayó enfermo unos días antes y hubo que posponerla al 9 de agosto. Con lo cual, los mandatarios extranjeros que habían sido invitados ya se habían ido de Londres para entonces. Aunque la ceremonia en sí salió bien, no le faltaron problemas: el arzobispo de Canterbury, ya muy mayor, llevó el acto con dificultad y le colocó al revés la corona (que había estado a punto de caérsele).

Parece ser que este error lo volvió a tener otro otro arzobispo con el padre de Isabel II, en 1937. Estuvo dándole vueltas a la Corona buscando un trozo de cinta roja que había colocado como señal para saber cuál es la parte delantera y cuál la trasera y o bien se había caído o bien, como se quejó el arzobispo, alguien había quitado. El caso es que nunca estuvo claro si la colocó correctamente. Hay que señalar al respecto de esta coronación, que el 12 de mayo de 1937 había sido la fecha elegida para la coronación de su hermano, Eduardo VIII, pero como éste abdicó en diciembre del año anterior, se decidió mantenerla para su propia ceremonia.

Para dotar a estas ceremonias de un cierto orden y coherencia, ya en 1382 se realizó un libro, el llamado Liber Regalis, un manuscrito bellamente iluminado, que sirviera como guía para la organización de la coronación. Las reglas básicas y esenciales contenidas en ese libro siguen de alguna manera en vigor 600 años después. Sin embargo, fue la coronación de Eduardo VII (1902) la que definió el formato y el protocolo para las coronaciones contemporáneas.